Arroyo Laureles - Jul/1998



Bitácora:


Curso: Arroyo Laureles
Recorrido: Nacientes - Pueblo Laureles
Distancia: 27 km
Estado del Cauce: Bajo (muy poco navegable)
Clima: Nublado (lluvias) y muy frío
Días: 5
Lugares / acampar: Malos: pocos lugares y con poco espacio
Año: 1998
Fecha: 4/07/1998 al 9/07/1998
Departamento: Tacuarembó
Recorrido en Google Earth alnpl.kmz
Fotos: -


Arroyo Laureles: Caminable y Navegable

Julio 1998


Foto de portada del relato

Desde el sábado 4 y hasta el Jueves 9 de julio, un equipo de canotaje del Club Náutico ACAL, compuesto por cuatro canoas (Rosinha, Siroco, Te Vaa y Nereida) y ocho tripulantes (Gabriel Panízzolo (39) años, Dardo Maidana (46), Oscar Compaña (39), Ernesto Paván (44), Gabriel Fantoni (26,) Miguel Reboledo (39), Jorge Fernández (58) y José Matos (59)), recorrimos 27 quilómetros por el arroyo Laureles, que, con sus nacientes en Salto, forma parte del límite entre los departamentos de Rivera y Tacuarembó. Es el Rincón de Vassoura, una de las zonas más agrestes, bellas y desconocidas del país.

 

El paisaje es de una belleza impresionante: valles y cerros se suceden sin término, formando quebradas boscosas y altas cimas, todo color y luz, predominando el verde de infinitos tonos en contraste con el azul del cielo y la gama de grises de las laderas de piedra. Luego de sacudirnos durante más de treinta quilómetros en la caja del camión que nos transportaba des de Tranqueras, junto con las canoas y el equipo, estamos en el punto de partida: intersección de camino vecinal a estancia Don Horacio y arroyo Laureles, a unos cinco quilómetros de sus nacientes. Vamos a comenzar la travesía.

 

Parece una locura viajar más de mil quilómetros, con cuatro canoas, más de doscientos kilos de equipaje y en pleno invierno, con el único propósito de recorrer un arroyo que ni siquiera sabíamos si era navegable. Y sin embargo nadie tuvo dudas: el desafío estaba planteado y el llamado de lo desconocido era irresistible. Disponíamos de pocos datos: apenas tres artículos aparecidos uno en el Almanaque del Banco de Seguros, otro en la revista Uruguay Natural y el tercero en el suplemento "Tiempo libre" de La República, con fotografías del lugar y alguna información relativa a distancias, caminos de acceso y dimensiones de las cascadas. El contacto con el señor Francisco Mareque, presidente de la Comisión Pro Defensa del Patrimonio Histórico de Rivera, no aportó mucho más: nadie sabía con exactitud las condiciones de navegabilidad del arroyo y la única persona que lo había recorrido caminando en toda su extensión opinaba que era imposible el canotaje. Casi tenía razón como veremos. Así las cosas, con mucho entusiasmo y pocos datos nos lanzamos a la aventura.


Día 1.

El domingo 5 amaneció con lluvia. Levantamos el campamento instalado el día anterior en el punto de partida y canoas al agua. Remamos unos cincuenta metros y pie a tierra (mejor dicho pie al arroyo): aparecía el primer obstáculo: el cauce se estrechaba corriendo sobre piedras que afloraban a la superficie. Aligeradas de nuestro peso, aunque cargadas con el equipo, logramos pasar las canoas raspando el lecho del arroyo. De ahí en adelante y durante más de diez quilómetros, esa fue la rutina: caminar por el agua fría del cauce sembrado de piedras de todo tamaño, con las que tropezábamos constantemente, flotar algunos metros y de nuevo a pie entre la fortísima corriente. Como es de suponer al poco rato estábamos empapados hasta la cintura y el equipo de lluvia sólo protegía nuestro torso. Afortunadamente no hacía mucho frío y a media mañana paró de llover y salió el sol. El avance era lentísimo y a las diez y media, habiendo recorrido tan solo un quilómetro y medio, alcanzamos la cascada del indio: efectivamente, en la roca del centro de la caída, de unos cuatro metros de altura, se dibuja el perfil de un rostro humano. La belleza del lugar resulta indescriptible y las fotografías publicadas y las tomadas por nosotros son sólo un pálido reflejo de la realidad.

 

Para superar el obstáculo fue necesario descargar las canoas y trasportadas a pulso, al igual que el equipo (doce tarrinas de variados pesos y tamaños) por un camino lateral. Dos horas de forcejeo por entre grandes rocas y una perfecta coordinación de esfuerzos y habíamos pasado. Cuatrocientos sesenta metros más adelante encontramos la cascada grande, más impresionante que la anterior: el arroyo cae por una garganta, desde una altura de aproximadamente quince metros, sobre un remanso al pie del farallón, que según datos de las publicaciones referidas tiene un área de 65 por 40 metros y una profundidad de 7. No nos detuvimos a comprobar esas medidas ni utilizamos los equipos de buceo llevados al efecto por falta de tiempo, pero a simple vista parecen ser exactas. Las dificultades del cruce eran aquí mayores. No existiendo caminos laterales practicables (sólo encontramos una senda formada por desagües por la que, a fuerza de machete sólo pasaba un hombre) fue necesario montar un operativo de ingeniería que funcionó a la perfección: tiramos una cuerda asegurada a un árbol desde la parte superior del acantilado que desde unos 20 metros de altura cae a pique sobre el remanso a la derecha de la garganta por la que desagua el arroyo y la fijamos sobre otro árbol al borde de la fosa, a unos cincuenta metros de distancia. Por esa cuerda guía de unos 45 grados de inclinación, bajamos canoas y equipaje.

 

Pese a la tentación de acampar en el sitio para disfrutar un poco más de su belleza, seguimos adelante -era necesario avanzar lo máximo posible pese al cansancio- y cuando casi se nos terminaba la luz, logramos instalar nuestro segundo campamento sobre una barranca boscosa de unos dos metros de altura en pleno cañón. Y rogando que esa noche no lloviera, porque una crecida del Laureles nos hubiera arrastrado sin remedio. Fue necesario dormir a la intemperie: no había espacio para las carpas. Primera reparación de la Nereida.


Día 2.

No bien amaneció, de nuevo al agua. Habiendo recorrido 350 metros y a una distancia de mil setecientos metros de la cascada grande encontramos la cascada del Paso Hondo, de la que no teníamos fotos aunque sí algunos datos. A diferencia de las otras, no se forma sobre el Laureles sino que cae lateralmente sobre el mismo por su margen derecha, desde una altura de unos treinta metros, ya dentro del cañón o quebrada formada por el arroyo, que tiene varios quilómetros de largo y paredes verticales que pueden alcanzar los cuarenta o cincuenta metros en algunos puntos, casi siempre cubiertos de verdor. Por esa cascada desagua -según datos- la cañada de la quebrada del Timbuba, y si bien su caudal es menor que el del Laureles, no resulta por ello menos impresionante: el agua cae en dos etapas: unos diez metros hasta una plataforma excavada en la barranca donde forma una poza y desde allí unos veinte metros más hasta el pie del cañón y lecho del Laureles. Como además el agua ha ido erosionando la barranca, desagua sobre un corte de unos quince metros de profundidad excavado lateralmente en el propio cañón, de modo que sólo se advierte su presencia cuando se la tiene enfrente e incluso al principio parece una cueva de la que emerge un manantial. Solamente internándose en ese cañón o corte lateral se la puede apreciar en toda su magnitud.

 

Durante toda esa segunda etapa, el arroyo mantuvo las características conocidas: torrentoso y corriendo sobre su lecho de piedras y nosotros continuamos con nuestros ejercicios del día anterior: flotar un poco, caminar mucho y tropezar constantemente. Las paredes laterales del cañón, cortadas casi a pique en algunas partes y en agudo declive en otras, cubiertas de vegetación y de una altura promedio de 30 metros, fueron la constante. Al poco tiempo las canoas empezaron a sufrir las consecuencias del durísimo trato y hubimos de detenernos para reparar la Rosinha al tiempo de comer un bocado. También la Siroco y la Nereida hacían agua, pero podían seguir. Poco a poco el arroyo comenzó a cambiar. El desnivel del curso ya no era tan pronunciado, los tramos navegables eran más frecuentes y la corriente cortaba ahora barrancas de tierra, aunque seguía marchando sobre su lecho pedregoso. Instalamos nuestro tercer campamento, habiendo recorrido un total de 9.260 metros y allí tuvimos el primer y único contacto humano: el encargado de un establecimiento rural que nos previno de los peligros de una crecida ya que el tiempo amenazaba lluvia. Reparamos la Siroco.


Día 3.

El martes (tercer día) las condiciones mejoraron al punto de que pensamos que podíamos llegar a Estación Laureles esa misma tarde. Nos detuvimos pasado el medio día para reparar la Rosinha y por segunda vez la Nereida. El G.P.S. nos decía que estábamos apenas a cuatro quilómetros y medio de la meta. Recorridos escasos metros, ahora sí remando, una barrera de troncos y ramas nos detuvo. Invertimos casi todo el tiempo que quedaba de luz en atravesarla, machete y trozador mediante, algunas zambullidas involuntarias que empezaban a ser molestas por el frío y el ya rutinario método del arrastre de las canoas sobre los troncos que no pudimos cortar. Apenas a doscientos metros nueva barrera, esta vez más grande: casi una cuadra de troncos, ramas y árboles enteros entrelazados en inextricable amasijo sobre el cauce. Desazón en el grupo, asamblea urgente para decidir, e instalación del campamento sobre una barranca pantanosa.


Día 4.

No bien amaneció y ante la evidencia de lo insuperable del obstáculo (Gabriel el menor había descubierto otras barreras) decidimos explorar la posibilidad de salir del arroyo por algún camino lateral. El mapa no indicaba ninguno y el G.P.S. señalaba una distancia de tres kilómetros a Estación Laureles. Con la situación planteada en esos términos, se tomaron decisiones rápidas y concretas. Gabriel el mayor y Miguel saldrían con una de las radios y machete en mano se abrirían paso a través del monte para tratar de hacer contacto con un establecimiento que marcaba el mapa (el teléfono celular resultó inútil para comunicarnos al exterior de aquellos montes, las radios sólo nos permitieron comunicarnos entre nosotros en circunstancias en que tuvimos que separarnos). El resto del grupo esperaría las novedades, que no demoraron en llegar: sólo se podía salir por el curso del arroyo sorteando las barreras, así que a trabajar. Jorge y Oscar al agua, con machete, trozador y mucho ánimo, abriendo paso a como fuera posible entre aquella caprichosa maraña de troncos y árboles entrelazados. José, Ernesto, Dardo y Gabriel el menor, con la engorrosa tarea de transportar por tierra y al hombro todo el equipo hasta más allá del obstáculo. Toda la mañana se nos fue en esos avatares. Los zapadores lograron abrir brecha en otras cinco barreras que cortaban el cauce y a media tarde llegamos a la meta, frente a otra barrera insuperable ubicada a unos doscientos metros del puente al que pensábamos llegar. Nuevos arrastre de canoas y equipo por el monte y pantano circundante y la aparición de Toto y Modernell con sus tractores nos permitió, ya de noche, acampar en un predio cedido por el señor Modernell, a la espera del camión que al otro día nos llevaría a Tranqueras, desde donde emprendimos el regreso a Montevideo.


Reflexiones...

La experiencia vivida nos merece algunas reflexiones. Creemos ser los primeros en navegar (caminar) el Laureles en casi toda su extensión y ahora formamos parte del pequeño grupo de privilegiados conocedores de uno de los lugares más hermosos del país. Es de destacar que pese a nuestra expectativa de encontrar gran cantidad de fauna autóctona, sólo logramos observar algunos caranchos, un martín pescador y una familia de carpinchos. Contra todo pronóstico, no encontramos ni una sola víbora. Desde el punto de vista técnico, nos quedaron algunas enseñanzas. Este tipo de actividades requiere perfeccionar la organización y el equipo. No existiendo posibilidades de abastecimiento en el camino, se depende exclusivamente de lo que se lleve. Ello supone un impedimento considerable con su consiguiente peso y dificulta-des de manejo. Lo mejor parece ser el uso de tarrinas, aún para aquellos pertrechos que pueden mojarse. Las latas que llevamos en bolsas de plastillera perdieron casi todas las etiquetas y al final teníamos que adivinar su contenido. Las tarrinas deben tener marcado lo que llevan y es indispensable guardar cada cosa en su sitio al levantar el campamento. Pese a que destinamos una tarrina exclusivamente a campamento, otra sólo a cocina y una tercera sólo a víveres, no pudimos evitar un creciente desorden y la consiguiente pérdida de tiempo para ubicar lo que necesitábamos.

 

Las carpas parecen ser indispensables. Protegen de la lluvia, la humedad y el viento y cuando son pequeñas (utilizamos las del tipo iglú para tres personas) el calor del cuerpo basta para mantenerlas a una temperatura confortable. Una experiencia de dormir al raso en el penúltimo campamento, protegidos por un techo de lona plástica, tuvo por consecuencia que dos de nosotros nos levantáramos ateridos (pasmado de frio) a las tres de la mañana y pasáramos el resto de la noche al calor del fogón. Desde luego es necesario dormir vestidos y aislados de la humedad del suelo. El colchón inflable es una solución; aunque es pesado se puede guardar en poco sitio y proporciona un excelente descanso. Sólo se necesita en este caso una manta para taparse. La bolsa de dormir es otra opción, pero tiene el inconveniente de su volumen. En las condiciones de la travesía, el equipo de agua resultó de poca utilidad. Estuvimos permanentemente mojados por lo menos hasta la cintura y si hubiera hecho mucho frío difícilmente hubiéramos podido soportarlo. Lo mejor parece ser el traje de neopreno, que al tiempo de mantener el cuerpo caliente, por su flexibilidad permite moverse con soltura. Los que lo usaron lo pasaron mejor.

 

Es necesario encontrar un sistema para la protección de las canoas. Los golpes contra las piedras generaron vías de agua que fue necesario reparar en plena travesía. Las etapas deben ser más cortas. Apremiados por el tiempo trajinábamos de la mañana a la noche con una pausa para comer algún bocado, con el cansancio consiguiente. En materia de comida lo mejor parece ser un desayuno fuerte, un bocado a medio día y una cena abundante y caliente: el arroz, los fideos, las sopas y las latas, (salsas, verduras y carnes) nos resolvieron el problema. El té y el café no deben faltar. Si el cocinero es bueno (Oscar fue excelente) y la comida simple pero variada, el apetito hace el resto: siempre resultó el mejor condimento. Conviene tener a mano en todo momento chocolate y fruta seca. Proporcionan energía y calor de inmediato sin necesidad de preparación y pueden consumirse sobre la marcha.

 

Sin machete, hacha y trozador no hubiéramos superado las barreras de troncos que nos detuvieron varias veces. Conviene también llevar alguna pinza y alguna pala pequeña y desde luego abundante cordaje. En todo momento funcionamos como equipo. Todos aportamos esfuerzos e ideas en la medida de nuestras posibilidades y la moral del grupo se mantuvo alta y sin desfallecimientos anímicos, aún en los momentos en los que las dificultades parecían augurar el fracaso de la empresa. Las decisiones se tomaron democráticamente, escuchando y valorando distintas opiniones. Ni siquiera el cansancio -alguna vez al límite del agotamiento-alteró el buen humor y espíritu positivo que fue la constante desde que comenzó la travesía. Las diversas tareas fueron asumidas sobre la marcha y se dividieron espontáneamente en función de las habilidades y capacidad física de cada uno.

 

Una síntesis de la travesía y todos sus avatares demandaría varias carillas por todas las puntas y matices que resultaron de la experiencia. Resaltar algunos aspectos nos parece más indicado y práctico: un lugar desconocido y con dificultades son indicadores de aventura asegurada, elemento fundamental y motivador en el espíritu del canoero. Los grupos se consolidan (o no) sobre la tarea que se realiza a los efectos de lograr el objetivo o el de llegar a la meta planteada. Más allá de esta observación en la conformación primaria, no está demás tener en cuenta la experiencia con que cuenten los canoeros, mantener un equilibrio en las edades donde se amalgame ímpetu, experiencia y sabiduría (nuestro grupo tenía un promedio de edad de 42 años que resultó óptimo). En este tipo de aventuras se dan situaciones donde el agotamiento, la incomodidad, el hambre y el peligro; hacen un cóctel que pone a prueba el temple del más pintado. Tolerancia, respeto, humor y gran sentido del compañerismo son elementos que todo canoero debe llevar en su tarrina para brindarlo al grupo cada uno en su momento (de esto último nuestras tarrinas estaban llenas).

 

Los equipos son fundamentales, tanto los de uso personal como los que usará la expedición en su conjunto, de éstos depende en gran porcentaje el éxito y también pasarla lo mejor posible. La seguridad debe ser motivo de atención constante al igual que el cuidado del uno hacia el otro, el estado de alerta ante los riesgos que van surgiendo, muñirse de medios de comunicación confiables y toda la previsión que pueda tomarse antes y durante la travesía. Cuántas cosas quedaron en el tintero y cuántas de éstas parecerá que están demás; la intención es tratar de aportar algo de nuestra experiencia, sin más pretensiones. Dicen que de estas travesías o vienen todos peleados o todos amigos. Nosotros ya éramos amigos, pero después de la travesía volvimos como hermanos y alguien el otro día, tiró arriba de la mesa entre las copas: "Che, y en la próxima, ¿adónde carajo vamos?" La gente del lugar nos brindó generosamente su colaboración, dispuesta siempre a la gauchada sin reticencias ni especulaciones. A riesgo de olvidarnos de alguno, destacamos al señor Mareque, nuestro corresponsal en Rivera, que nos proporcionó valiosos contactos en la zona, nos consiguió locomoción y nos acompañó hasta el punto de partida, a la familia Duarte que nos facilitó el tractor con el que el Toto, peludo mediante y con la colaboración de Modernell, nos sacó del pantano a la llegada, a la señora de Duarte, que el jueves de mañana, cuando fuimos a buscar al Toto para traer las canoas al campamento, nos convidó con unos exquisitos buñuelos, al señor Modernell, que además de sacarnos de la empantanada nos ofreció el predio donde acampamos la última noche, al camionero señor Osores y al dueño de la leñería de Tranqueras en la que dejamos los vehículos con que llegamos de Montevideo y, en fin, a todos los que se acercaron a brindarnos su amistad. Estación Laureles ya no es para nosotros sólo un punto en el mapa. Dejamos allí muchos amigos y esperamos volver algún día para sentirnos de nuevo en nuestra casa.












Club Nautico ACAL - Arroyo Laureles - Jul 1998

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