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Río Amazonas - Oct/2018


Bitácora:


Curso: Río Amazonas
Recorrido: Varios
Distancia: Incontable
Estado del terreno: Normal para la época
Clima: Muy caluroso
Días: 11
Lugares / acampar: Excelentes
Año: 2018
Fecha: 26/09/2018 al 6/10/2018
Departamento:  
Recorrido en Google Earth Amazonas.kmz
Fotos:  

 

 

¡RELATO AMAZONIA!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hace un par de años, en una conversación de fogón, surgió la idea. Rosy, una compañera relativamente nueva de Travesía, con su inocultable acento brasilero y su manera expansiva de ser, contaba de su lugar de origen, un lugar perdido en el mapa, Mungubal, en la Amazonia; su relato atrapante motivó a nuestra querida Dora a proponerle hacer un viaje con el grupo. Por su parte Rosy, llevaba muchos años sin volver a “seu canto”- su terruño. El año pasado, 2017, Rosy y su esposo, Javier, viajaron a Mungubal, se reencontraron con parientes y empezaron a tejer éste sueño que hicimos realidad.

 

En diciembre pasado nos mostraron su proyecto, ya muy avanzado: lugares, fotos, itinerario. Javier explicó el viaje y una condición era que al menos fueran 20 personas. Enseguida se formó un grupo; éramos 30. Y empezaron las gestiones: pasajes, reservas de tours, acampadas, alimentos, etc, muchos compañeros colaboraron.

 

El destino aéreo, Santarém ciudad sobre el Amazonas de la que no había oído hablar – a media distancia entre Manaos y Belén en la desembocadura del Amazonas - en el Estado de Pará. Saliendo de Santarém, en barco hasta Mungubal, una hacienda sobre el río Curuá-una, para volver en ómnibus a la ciudad y Alter do Chao, balneario sobre la desembocadura el Río Tapajós, el de las aguas transparentes.

 

Llegamos a las 3 de la mañana en un avión de LATAM rústico y deteriorado; al bajar me sentí abrasada por el calor de la madrugada, la alegría del grupo y la bienvenida de Laura - la prima de Rosy - y su esposo Euler, se unieron a nosotros por casi todo el trayecto. Un ómnibus nos llevó del aeropuerto al río. Atracados en la orilla, varios barcos bonachones, con la madera pintada de blanco y celeste, tal vez rojo. El bullicio del ACAL irrumpió en el silencio húmedo de la noche. Allí estaba él, lo reconocimos enseguida, ya que al “ANA LUIZA” lo conocíamos por fotos. Creo que el viaje para mí empezó ahí. El barco no sólo nos llevaría hasta Pacoval, nos iría metiendo en un ritmo de mundo desconocido, durante 10 días ajetreados pero con mucho lugar para la contemplación, se nos iba a ir metiendo esa Amazonia al pulso de estas embarcaciones.

 

A partir de los cuentos de Rosy, cada cual tenía su idea del lugar. Pero decir “selva amazónica” conjuraba para mí una inquietante magia infantil: animales peligrosos, lianas, plantas de hojas enormes… En la realidad los mayores peligros, las onzas, las víboras, aparecen en la estación húmeda, muy lluviosa, donde buena parte de la floresta se anega – de enero a julio – pero nosotros íbamos en octubre, la estación seca, sin tanto peligro. Sin embargo eso no impedía que, sin confesarlo del todo, en cada uno resonaran temores inaccesibles, donde yacía la magia en este periplo. En la “selva amazónica”, el horizonte no se ve, se oye.

 

No me acuerdo si había luna, en los barcos de al lado la gente dormía en hamacas. En otro, gente con el torso al aire descargaba sandías a las 4 de la mañana. Todavía era noche cerrada cuando el “Ana Luiza” levantó amarras. Las luces de la rambla de Santarém nos acompañaron unas cuadras, pero no podía dejar de escuchar una voz que me susurraba entre signos de admiración: estás navegando por el Amazonas. El barco era amplio, dejamos el equipaje a lo largo del eje de la cubierta. Me dan ganas de conocer todo. Una escalera conduce al techo que forma un 2º nivel cubierto con lona para hacer sombra. Al poco rato de partir, había que caminar con cuidado porque sobre el piso, unos cuantos combatientes del trajín aéreo, dormían a pata suelta. A mí los ojos se me cerraban con un cansancio dulce, mecido por el suave navegar. Junto a Carlos Humberto ya tumbado, improvisando una almohadita, me acosté y me dormí mirando el cielo e imaginando que al amanecer vería los ríos voladores [1]. Los sueños me empezaron a ganar.

 

El Amazonas a esa altura, tiene varios kms de ancho. Bordeamos la ribera derecha por un brazo llamado río Ituquí, brazo angosto que rodea a una larga isla. Ya estábamos en el “lugar” y a pesar del cansancio no podía dejar de mirar y mirar. Es una zona deforestada: el campo ralo, la mayoría de las casas sobre palafitos, pequeñas embarcaciones, gentes recorriendo las artes de pesca, algunos barcos que pasan llenos de pasajeros, rumbo a Belén a dos días de viaje. ¿Dónde estaba la selva tan imaginada? Le pregunté al timonel si había piratas. Son poco frecuentes y aparecen río abajo en la desembocadura, llegando a Belén.

 

El sol amanece sobre el río, en el Amazonas es imposible ver la otra orilla. El agua irisada por el cálido y húmedo viento del este, gigantescas nubes navegando hacia el oeste, los llamados ríos voladores. Como es tiempo de seca, no se condensan en lluvia sino que siguen rumbo a los Andes donde la mole de piedra las obliga a derivar hacia el sur. Puedo mirar directamente al sol, redondo y amarillo, sin matices, despejado y claro contra un cielo que no se decide a ser tan azul por esa humedad intensa que se deja ver dibujada apenas blanca en el horizonte.

 

El “Ana Luiza” cabeceando en la proa, surca la marejada. A media mañana y a 80 kms de Santarém, doblamos a la derecha para empezar a remontar el río Curuá-una. Ahí tuve una pequeña experiencia de manejar el timón, es tan grande el río que no hay mucho riesgo de darse contra nada, sólo sentir que el barco puede ir para un lado u otro solo con mover apenas el timón, las risas y el capitán que quiere volver a gobernar el barco.

 

Son las 11:30. Empezamos a remontar el Curuá-una.

 

El color pardo del río extendido, agua y más agua; las nubes cargadas parecen amenazar lluvia y vuelve oscura la superficie del río, el recuerdo del amarillo sol del primer amanecer amazónico, los cantos de pájaros ocultos, todo me acompaña.

 

Aunque se ven las riberas, al principio es un río ancho. De vez en cuando nos cruzamos con piraguas, muchas garzas blancas, algún Martín Pescador. La vegetación se va asomando a las orillas; tras una de las tantas curvas, aparece a la derecha un caserío recostado en la ladera. Pacoval. Una calle ancha termina en el agua donde hay 2 o 3 barcos.

 

El Ana Luiza nos despide atracando junto a una de esas barcazas a la que han remozado con una lona azul impecable y que será nuestro transporte durante los próximos 5 días. Un barco para transportar ganado, grande y cómodo; en la parte de arriba hay un baño, un lugar para cocinar y otro sobre la proa en dónde nos sentamos a conversar y contemplar.

 

Nos quedaba todavía remontar esa ladera al sol partido, se volvía un repecho cruel solo de mirarlo. Pero nos esperaba a almorzar con toda su hospitalidad, el tío Emidio, padre de Laura (que venía con nosotros) de Luiz y de Emidio hijo que esa tarde conoceríamos en Mungubal.

 

Esa caminata con hambre, insolación y cansancio después de más de un día de viaje, será parte de los recuerdos. Emidio, un veterano hermano de la madre de Rosy, asó con carbón varios pescados para nosotros. La mesa desborda de ensaladas y arroz con feijoada y fariña cocinado por la familia. Su casa impecable, contrasta con su remera blanca, que manchada por el carbón, expone más aún su panza prominente. Rosy desborda de alegría y familiaridad. Luego nos contará con simpatía, de su tío “el coronel”, dueño del campo, y de sus ambiciones de pasar a la historia como prohombre del pueblo. Ahora está organizando la construcción del cementerio.

 

Llegamos a Mungubal a media tarde, es la tierra de donde proviene Rosy y en la que pasaría gran parte de su infancia. En una noche de conversaciones nos cuenta acerca de su nacimiento; iban sus padres Raimundo y Raimunda navegando por el Curuá-una camino a Pacoval y su madre entró en trabajo de parto, al pasar cerca de una comunidad indígena se detuvieron, no hacía falta nada para hacer entender que necesitaban una partera que asistiera a Raimunda, la partera era una viejita encorvada de grandes manos. Apenas nació Rosy sumergió su cuerpo en un cuenco hecho con tronco de palma que contenía un líquido de color negro con olor a pescado, al que le habían incorporado diversas plantas medicinales, algunas anestésicas. Fue sumergida tres veces. Se le impregnó a su cuerpito un color oscuro y aunque su mamá la lavó y lavó no pudo sacárselo hasta muchos días después. Sus padres demoraron en anotarla en el registro civil porque esperaban que recuperara su color de nacimiento. Finalmente fue anotada con color de piel morena y ojos verdes.

 

En Mungubal las casas se ven un poco alejadas del río, un bañado impide al barco alcanzar la orilla; para llegar a tierra firme tendremos que pasar a una barcaza más chica, una chata con baranda, a motor y botavara. Los 30 nos vamos organizando, acomodando los bártulos y pasando de a tandas a la embarcación.

 

En medio del agua, el barro y el pastizal, al muchacho que maneja se le cae la hélice, se tira al agua para buscarla y volver a colocarla, tiene una cara de miedo que no se sabe si es por los yacarés o por miedo a no encontrar la pieza. Todas las embarcaciones, también muchas canoas son impulsadas por un motorcito Honda del que sale un caño como de 2 metros y en el otro extremo está la hélice de modo de poder navegar en aguas de bañado sin enredarla en el ramaje suelto bajo el agua. Ese tramo, desde el barco grande a tierra tiene un camino de agua, el timonero maneja con el pie, entre el dedo gordo y el mayor engancha el caño que va hundiendo y levantando del agua según, si hay mucho pasto, o una pequeña curvita. Es por donde de noche se verán brillar los ojitos rojos de los yacarés. Y hay tres tipos de yacarés, los azules miden hasta 4 metros.

 

Nos viene a recibir Luiz y su familia, gente de piel curtida por el sol y esa vida. Son muy hospitalarios. Luiz trae un carro cinchado por un búfalo africano negro, un macho entero, de musculatura exuberante y una cornamenta acaracolada. Se llama "Maravilha" y se muestra sumiso ante las órdenes de Luiz que lo lleva de tiro desde un aro que tiene en la nariz. En Mungubal también hay una ladera que se va metiendo en el matto, pero ni cerca del repecho de Pacoval, además Maravilha nos lleva el equipaje. Pasa una ruidosa bandada de pericos, cotorras grandecitas. Hay dos o tres casas bastante viejas, de material. En torno a la de Luiz pondremos las carpas. La casa es hermosa, todo el campo lleno de bichos, gallinas, patos, cabritos y alambrados, más el perico de Rosinha que conversa, la llama y canta.

 

Dentro de las cercas el predio está libre de maleza, hay naranjos, piñas, acerolas y no sé cuántas frutas más…

 

Delante de la casa hay una gran estancia con baranda y techo de palma. Ese será el comedor y el lugar de encuentro donde corre un fresquito. Al fondo de la cocina solo se escuchan risas y por la ventana, cáscara que sale, chancho, gallina o pato que se la lleva. Se nota que hace tiempo que no llueve porque el piso es de un polvo muy finito. Para acampar nos toca un lugar lleno de hormigas que nos pican mal. También hay una canilla con una mesada donde se limpia el pescado. Se pesca todos los días de mañana, se cala la red y y se la levanta enseguida. El río es generoso y se vienen con medio balde de pescado.

 

Una dificultad en Mungubal, es que por el pantano no podemos bañarnos en el río, así que nos duchamos y luego de cenar, el tan esperado descanso.

 

La primer cena nos deslumbra, sandías rojas, ananás llenos de jugo dulce, acerolas blancas y rojas, naranjas y limones, junto con bananas, ingá, graviola, carambola, yambo, urucú, de todo!!

 

 

Todas frutas que crecen en el entorno de la hacienda, una maravilla de la naturaleza.

 

Y mucho pescado asado, enteros y doraditos, de carne blanca y tierna.

 

Hay mosquitos, lo único bueno es que son puntuales entre las 19 y las 21 y después te dejan en paz. Por la noche se escucha el chillido de la chicharra y más tarde el ulular de los monos.

 

El amanecer rojo del día siguiente nos encuentra oliendo y mirando al río, la selva se inunda de música de pájaros, Jorge pasa con una toalla para lavarse en el bañadito, Sergio le habla a su cámara, pasa la pata con los patitos, las cabras y las gallinas picoteando por ahí.

 

Las hormigas son un capítulo aparte, y creo que las arañas también, las primeras surcan el terreno de anchos caminos, como siempre y en cualquier lugar acarrean palitos y hojas de un lado para otro; son enormes, imagino que siendo la estación seca hay más. Gino armó su carpa en un lugar que le pareció adecuado, colgó su ropa en una cuerda improvisada y se fue a comer o a conversar. Al volver recoge su mochila del suelo y encuentra que hierve de hormigas. A lo largo de esos días, muchas veces, muchos compañeros se encontraron saltando a lo loco para desprenderse de las hormigas que todo lo invadían y picaban fuerte. Teníamos las piernas tapizadas de ronchas. Gino que había puesto su carpa en la mitad de un ancho camino de hormigas, estuvo rato sacudiendo todo. Días después, habiendo navegado, tomado un ómnibus y llegado al hotel en Alter do Chao, José descubriría que su mochila había sido tomada por las hormigas que salieron despavoridas por encima de las limpias sábanas de la cama.

 

Todo es riqueza en Mungubal así que no bien llegamos, para colaborar humildemente con las deliciosas comidas que nos preparan vamos a juntar mandioca, yuca. Subiendo la loma, bordeando un alambrado, al borde mismo de la selva dónde al otro día Verónica viera a un monito comiendo acerolas arriba de un árbol, encontramos un campo cultivado con mandioca. Luiz nos acompañaba y con largas botas se adentró en la plantación, nosotros nos quedamos del otro lado del alambrado mientras él las sacaba de la tierra y las disponía en una gran bolsa de manera de poder trasladarlas. Una bolsa bastante pesada que solo la fuerza de Cuqui pudo, sin una queja, acarrear; del otro lado, Fernando U. trataba de emparejar sin mucha suerte, se podían escuchar sus lamentos.

En el grupo tuvimos varios pescadores que llevaron sus artes de pesca, María Selva, Sergio, Fernando G., Fernández; Fernando G. fue el afortunado de pescar una piraña de tres o cuatro kilos. Todos quedamos impresionados porque ella nadaba en las mismas aguas en las que nosotros nos bañábamos. La piraña, muerta en el piso de madera, y mostrando su afilada hilera de dientes, nos advertía del posible peligro al bañarnos en esas aguas. Nosotros no dejábamos de felicitar a Fernando. La limpió y fue cocinada para comerla en la noche. Los hábiles cocineros le marcan cortes a lo ancho para cortar las espinas y poder comerla sin riesgo de atorarse con una.

 

Cuando ya en la noche el esqueleto limpio y la cabeza quedaron abandonados en una fuente, mirándola, recordé haberle prometido a mi nieto que le llevaría una cabeza de piraña, así que se la pedí a Fernando. Como todavía tenía restos de carne y cartílagos me sugirió que la pusiera en un camino de hormigas a fin de que la dejaran limpita. Cerca de mi carpa, tenía uno con hormigas transitando de aquí para allá, siempre con mucho trabajo de acarreo. Como tuve miedo de que los perros se la robaran la puse bien cerca de mi carpa y estuve un rato vigilando que las hormigas se acercaran, cosa que fue sucediendo. Cada tanto pasaban corriendo unos chanchos o eso creí ver, armando revuelo entre las gallinas y los perros, pero no pensé en ellos cuando al pasar cerca de la piraña uno se detuvo a olfatearla y se la llevó. Apenas lo vi le grité, salió corriendo y cuando detuvo su carrera, lo amenacé con un palo para que la soltara, lo único que escuché fue el crujir de los huesos adentro de su boca, ningún signo de haberse atragantado con la mandíbula.

 

Después no sabía cómo decirle a Fernando G lo que había pasado.

 

Salimos en una primera caminata bordeando el río, todas las familias que viven en la zona tienen embarcaciones y redes amontonadas en la cubierta. Vimos canoas hechas del tronco entero de un árbol y ahuecadas con hachas y fuego.

 

El cielo vago y pálido se refleja en el agua del río, nos sentíamos entre cosas secretas, los bichos de la selva ocultos, los monos, calladitos, seguramente mirándonos por entre las ramas. El sendero de hierbas se va adentrando en tramos de alta vegetación, se abre al campo donde alguna casa y hasta un cementerio se asientan junto al río.

 

El río a lo lejos se llena de hondos reflejos, el ramaje, las plantas de grandes hojas, las palmeras, los altos árboles y los pájaros sobrevolando la superficie del río buscando algún pez desprevenido; en el agua se espeja el sol del atardecer.

 

Esa tarde juntamos castañas de cajú, en la casa llena de arbustos con flores de muchos colores, nos recibiría una pareja y nos dejarían sacar un montón de castañas que estaban en el árbol y desparramadas por el suelo; días después las pondríamos a asar en un fogón improvisado y sobre una chapa. El asador fue Luiz y debía dejarlas quemar, quedarse negras, casi carbonizadas para que estuvieran a punto; una delicia, romper la cáscara con una piedra, quedarnos todos tiznados de hollín y rescatar de entre esas cenizas los pedacitos de cajú.

 

El segundo día nos fuimos de Mungubal en el barco del ganado, que era muy cómodo y funcional para lo que necesitábamos, Rosinha y Luiz, Luciane y su hijita Elciane de 7 años y Rosy, cocinaban para nosotros. Al salir fue que nos dimos el primer baño de río, nos tiramos desde la cubierta dando grandes saltos, el agua tibia, clara, arena blanca, plantas acuáticas sobre la ribera, algún aventurado José y Fernando U, nadando más allá.

 

Navegamos en el día parando para almorzar y luego al atardecer armamos las carpas en otras playas, cenamos, conversamos, nos bañamos y así.

 

Antes de salir de Mungubal cargamos el barco con la comida, la fruta y también unas gallinas que viajaban vivas adentro de una bolsa de plastillera. Uno de los que ayudaba era el Rafa que al pasar la bolsa de plastillera al barco no se dio cuenta de que eran gallinas vivas y les puso una caja encima, cuestión que cuando paramos estaban muertas, había que limpiarlas y cocinarlas rápidamente antes de que el inmenso calor las empezara a descomponer. Rosinha improvisó un pozo en la arena en dónde hizo fuego para calentar agua en una enorme olla a efectos de sumergir las gallinas hasta que se les ablandaran las plumas y así limpiarlas, colaboramos con Claudia, recordando cómo nuestras abuelas hacían lo mismo cuando éramos niñas; volver a recordar paso a paso, en cuclillas sobre la arena, sacando en manojos las plumas mojadas y dejar la piel erizada de la gallina limpita, para llevarla al río y enjuagarla delicadamente. También apareció un pato que estaba vivo y había que faenarlo cosa de la que se encargó Luiz, degolló al pato que quedó sangrando en la orilla, el agua se tiñó de rojo, ahí donde lo faenó. Recuerdo a Rosy tratando de sacar las duras plumas del pato que se resistían a desprenderse pese al gran esfuerzo y la ayuda de otros compañeros en la tarea, casi pluma a pluma tuvieron que sacar hasta dejarlo bien. De ahí salió un guisado que era una delicia y que comimos un par de días, sabroso como sólo Rosinha y su gente podían cocinar.

 

En la cocina del barco todo era jarana, mientras en el resto del barco conversábamos y mirábamos el río y la selva, en la cocina se preparaba la yuca, el zapallo, el arroz entre samba y samba, con alegría en el cuerpo.

 

El barco se desliza plácido sobre el río, un rumor de pequeñas olas deshaciéndose en alguna orilla. Unos delfines rosados aparecen saltando muy cerca de dónde navegamos, el lomo gris y cuando saltan aparece esa panza rosada, tan rosada y linda, característica de los delfines amazónicos. Casi enseguida vemos aparecer un ciervito nadando rápidamente río abajo, todos lo miramos nadar muy cerca de la orilla opuesta, enseguida Luiz y otro de los timoneros se lanzan a la embarcación con motor que llevamos amarrada al barco, y salen lo más rápido que pueden detrás del animal. Lo alcanzan cerca de unas piedras, Luiz se le tira arriba para inmovilizarlo y éste le da patadas para salvarse. Como ya viene siendo perseguido, el ciervito es doblegado rápidamente, cargado en la embarcación y cruzado a la playa en la que estamos detenidos. Todos nos acercamos a mirar, el ciervito está tan asustado! Tiene lastimando el lomo; lo corrieron unos perros y se ve que antes de que se pudiera tirar al río, lo hirieron. Esos perros logramos verlos, atentos, erizado el lomo, en un montículo de la orilla opuesta. Al poco aparece una canoa con una persona a bordo que sin decir palabra reclama la presa. Silencioso y serio, el hombre espera; el ciervito, pequeño y desamparado en el fondo del barquito resopla desesperado, atadas las patas, sin resignarse.

 

Los yacarés permanecen escondidos a nuestra vista, camuflados con el paisaje, sólo una vez dos compañeros vieron que uno se tiraba al río mientras pasábamos, lo vieron por el movimiento, porque su color se confundía con la tierra, solo de noche podían adivinarse atrás de los rojos ojos que alertas, miran. Una noche Rafa salió con Luiz con toda la idea de acercarse a algunos, pero esa es una historia que sólo Rafa sabe.

 

Mungubal es un lugar de amaneceres rojos y atardeceres amarillos; una de esas noches, noche de brujas, en las que pasan cosas inexplicables y entre las que el ensueño y la magia se apoderan de uno y del lugar. Esa noche aparecieron los monos a robar naranjas, alborotaron la hacienda con el ruido de sus saltos entre las ramas de los naranjos. Como justo mi carpa estaba debajo de uno pude verlos saltar y chillar sin mover un pelo de la emoción que me embargaba, los perros y los chanchos, alertados, corrían de un lado para otro, unos ladrando sin parar y queriendo atraparlos y los otros corriendo sin saber qué pasaba. Las gallinas se escaparon de los gallineros, las hormigas apuraron el paso, los yacarés se sumergieron, todo era griterío y alboroto en el lugar, solo nosotros esperábamos alertas y callados dentro de nuestras carpas. Cuando los monos se fueron, llenos de naranjas y probablemente a las risas, volvió a reinar la calma, seguimos con nuestros sueños selváticos, y al otro día riéndonos de tan loca y fugaz aparición.

 

Otro día navegando mansamente, Rosy fue con Dora en la lanchita a saludar a unos parientes, desaparecieron en una curva del río, quién sabe hacia qué lugar, esa es otra historia que solo ellas conocen.

 

La última noche en Mungubal y pese a lo intenso y emocionante de los días vividos, tuvimos tiempo de cenar tranquilamente acompañados por el canto que José le dedicó a Luiz. Todos ellos fueron increíblemente amables y atentos con nosotros; sobre nuestras cabezas y por un palo que sostenía el techo de paja caminaba lentamente una tarántula del tamaño de una mano.

 

Abandonamos el barco para subirnos a un ómnibus que nos llevaría a Santarém y luego a Alter do Chao dónde terminaríamos nuestra travesía amazónica. Santarém era el río Amazonas, así que permanecer mirando el río, con los dos colores, el del río Tapajós y el del Amazonas era un anhelo desde que partimos. Imposible divisar la otra orilla y los barcos llenos de gente viajando y los otros llenos de madera, iban y venían.

 

Llegamos al atardecer a Alter do Chao pero con tiempo de ir a la playa a disfrutar de hermosos baños. Nos quedamos en un hotel muy agradable con un hermoso jardín con sillas y hamacas hechas de caucho, material que se extrae de los árboles del Amazonas y que constituyó durante años una fuente de riqueza de toda la zona. Las playas de Alter do Chao, sobre el Tapajós, poco tienen que envidiar a las famosas playas caribeñas: arenas blancas y agua cristalina rodeada de cerros y puntas de roca. Para llegar a una de ellas se debe pagar a un botero que cruza el canal y te deja en una lengua de playa que atraviesa la zona. De noche fuimos a pasear por el pequeño balneario, recorrimos la plaza llena de música y de puestos que vendían productos locales. Cenamos en un restaurant sencillo cerca del mar degustando un rico pescado de la zona.

 

Al otro día partimos al puertito de Alter do Chao para iniciar la última parte de nuestra aventura. Nos subimos a un barco más turístico, de dos pisos, con sillas a los costados, música en vivo y bebidas frutales, además de la tradicional caipirinha brasilera. El capitán del barco se llamaba Carlos, un hombre que había recorrido el mundo, culto e inteligente, con el cual compartimos muchas anécdotas. Karana, el músico, desbordaba bohemia brasilera con su estilo dulce y romántico. Remontamos el Tapajós de aguas verdes y cristalinas, bordeando la costa de arenas blancas contra un exuberante follaje selvático, hasta llegar a Jamaraquá, una localidad indígena de la zona.

 

Recorrimos sus casas hechas de madera y hojas trenzadas, donde se podían adquirir hermosas artesanías trabajadas con el caucho proveniente de los árboles de la zona. Luego realizamos un paseo por una zona de selva virgen, donde aprendimos toda la riqueza y variedad de la flora y fauna amazónica. Vimos como se extraía el caucho de los árboles, hormigas de los cuales se extrae un ungüento que sirve de repelente y tiene un olor más rico que los que compramos en la ciudad, frutas como el urucú cuyo jugo sirve como pintura de las artesanías, árboles centenarios como los Sumaúmas, cuyo ancho puede ser rodeado por muchas personas, entre otras de las muchas variedades que ofrece ese increíble mundo natural.

 

Finalizado el recorrido por la selva virgen, realizamos un paseo en canoa por una entrada del Tapajós. Las canoas las manejaban los pobladores locales, surcando entre árboles que surgían del agua y que los reflejaban como espejos al punto que se fundían en una sola imagen. En uno de los botes empezó a entrar agua, lo que generó un poco de pánico dado la presencia de yacarés y obligó a recortar el paseo para volver rápido a la orilla.

 

Ese día culminó con la misma magia de todo lo vivido en la jornada. Realizamos un fogón en la playa, rodeados de los sonidos de la selva, a la luz de una luna llena, comiendo en una mesa de gala hecha en la arena cavando dos zanjas a los costados. Karana tocó viejas y nuevas canciones brasileras a la luz de las velas, mientras los pescados se asaban a la brasa en parrillas improvisadas por los pobladores locales.

 

En el viaje de vuelta paramos en muchas playas, nos bañamos hasta quedar arrugados y almorzamos en boliches de madera sobre el río, a la sombra de los árboles. Parecía que ya habíamos tocado al cielo y que debíamos regresar a nuestras vidas cotidianas, pero faltaba más. Al otro día retornamos en un barco diferente, también capitaneado por Carlos, recorrimos otras playas, subimos a un cerro frente al balneario desde donde se divisa el río

 

Amazonas y conocimos la Laguna de los Yacarés, en medio de los arenales, de agua clara y verde. Almorzamos en un restaurant local donde te servían enormes pescados enteros (pirarucús, tambaquís, tucunarés) para cuatro, seis y ocho personas, que se elegían de una gran heladera en la cual los conservaban. La vuelta al balneario se vio empañada por una pequeña tragedia con final feliz. Malaquías dejó olvidados sus documentos y dinero en el restaurant, pero tras una rápida y eficaz búsqueda en el que colaboraron muchos compañeros del grupo, se contactó con la dueño y se recuperó todo. La llegada al aeropuerto se realizó bajo el peso de una tremenda constatación: se terminaba uno de los viajes más maravillosos realizados en el club.

 

[1] Grandes cúmulos de nubes que se forman sobre la Amazonia - debido a la alta evaporación- se encaminan hacia la Cordillera de los Andes que las desvían al sur. Al enfriarse precipitan para dar lugar a la selva y bosques, la selva Misionera, la mata Atlántica, etc formando un ecosistema que no reconoce fronteras y que es vital para el planeta.



Relato: José Barreiro, Francisco Pucci y Laura Barú

Fotos: Grupo Canotaje Travesía club ACAL

 

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Amazonas - Día 1 y 2 - Canotaje Travesía - Set 2018


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